miércoles, 24 de agosto de 2016

APROPIACIÓN DEL RECURSO AGUA

Apropiación del recursos AGUA

Capítulo 19:
Despejando la playa
«El segundo tsunami»

El tsunami que despejó la costa como un buldózer gigante ha obsequiado a los promotores inmobiliarios con una oportunidad jamás soñada que han aprovechado rápidamente.






SETH MYDANS, International Herald Tribune, 10 de marzo de 2005.



Fui a la playa al amanecer, esperando encontrarme con algunos pescadores antes de que partieran hacia las aguas color turquesa. Era julio de 2005 y la playa estaba casi desierta salvo por un grupo de catamaranes de madera pintados a mano y, junto a uno de ellos, una pequeña familia que se disponía a salir al mar. Roger, de cuarenta años, sentado sin camisa y con un pareo sobre la arena estaba reparando una enredada red roja junto a su hijo de veintiún años, Ivan. Jenita, la esposa de Roger, daba vueltas en torno a la embarcación agitando con la mano una lata de humeante incienso. «Implorando suerte y seguridad», así explicaba el ritual.

No hace mucho, en esta playa y en docenas más como ésta de toda la costa de Sri Lanka, tuvo lugar una desesperada misión de rescate tras el más devastador desastre natural de la memoria reciente: el tsunami del 26 de diciembre de 2004, que acabó con la vida de 250.000 personas y dejó sin hogar a dos millones y medio de personas en toda la región.2 Había ido a Sri Lanka, uno de los países más duramente golpeados, seis meses después para ver las tareas de reconstrucción en comparación con las que se estaban llevando a cabo en Irak. 
Mi compañero de viaje, Kumari, un activista de Colombo, había formado parte de ese esfuerzo de rehabilitación y rescate y accedió a hacer de guía y traductor a través de la región golpeada por el tsunami. Nuestro viaje comenzó en la bahía de Arugam, en un pueblo de pescadores turístico y apagado en la costa oriental de la isla, que estaba siendo levantado por el equipo de reconstrucción del gobierno como escaparate de sus planes de «reconstruir a mejor». 
Ahí es donde conocimos a Roger que, en sólo unos minutos, nos dio una versión muy diferente del asunto. El lo llamaba «plan para trasladar a los pescadores de la playa». Alegaba que el plan de desalojo masivo era muy anterior a la ola gigante, pero el tsunami, como otros muchos desastres, estaba siendo aprovechado para que se aprobase una agenda profundamente antipopular. Roger nos contó que durante quince años su familia había pasado la temporada de pesca en una cabaña con el techo de paja situada en la playa, en la bahía de Arugam, cerca de donde nos encontrábamos sentados. Junto a decenas de familias pescadoras, habían guardado sus embarcaciones junto a sus cabañas y secado su pesca en hojas de banano sobre la fina arena blanca. Se mezclaban con facilidad con los turistas, la mayor parte de ellos surfistas procedentes de Australia y Europa que se alojaban en hoteles a lo largo de la playa, ese tipo de lugares con hamacas raídas en primera línea de playa y música como la de un club de Londres que sonaba en altavoces colgados de las palmeras. Los restaurantes compraban pescado directamente según llegaba en las embarcaciones y los pescadores, con su pintoresco estilo de vida tradicional, proporcionaban ese toque de autenticidad que la mayor parte de los toscos turistas estaban buscando. 
Durante mucho tiempo, no hubo especiales conflictos entre los hoteles y los pescadores de la bahía de Arugam, en parte porque la guerra civil que tenía lugar en Sri Lanka aseguraba que ninguna industria crecería a gran escala. La costa oriental de Sri Lanka presenció algunos de los peores enfrentamientos de ambos bandos: los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (conocidos como los Tigres tamiles) en el norte, y el gobierno central ceilandés de Colombo. Ninguno consiguió controlarla jamás totalmente. Alcanzar la bahía de Arugam requería navegar entre un laberinto de puestos de control y correr el riesgo de ser atrapado en un tiroteo o ataque suicida (a los Tigres tamiles se les atribuye la invención del cinturón explosivo). Todas las guías contienen severas advertencias acerca de mantenerse alejado de la inestable costa oriental de Sri Lanka; la ola rompe notablemente bien, pero sólo se aventuran los fanáticos del surf. 
En febrero de 2002 se produjo un gran avance, cuando Colombo y los Tigres firmaron un acuerdo de alto el fuego. No fue exactamente un acuerdo de paz sino más bien un tenso cese de las hostilidades, interrumpido por una bomba o asesinato ocasionales. A pesar de la precariedad de la situación, tan pronto como las carreteras fueron abiertas, las guías empezaron a resaltar el interés de la costa oriental como la nueva Phuket: estupendo sur, bellas playas, hoteles de moda, comidas especiadas, juergas a la luz de la luna… «lugares de moda», según señalaba Lonely Planet3 Y la bahía de Arugam era el centro de la actividad. Al mismo tiempo, la apertura de los puestos de control significaba que los pescadores de todo el país podrían regresar en gran número a algunas de las aguas más ricas en pesca a lo largo de la costa oriental, incluida la bahía de Arugam. 
Las playas estaban cada vez más abarrotadas. La bahía de Arugam fue declarada puerto pesquero, pero los propietarios de los hoteles empezaron a quejarse de que las cabañas impedían sus vistas y que el olor del pescado seco repugnaba a sus clientes (un hotelero, holandés expatriado, me dijo: «Hay como un olor a contaminación»). Algunos de los hoteleros empezaron a presionar al gobierno local para que trasladase las embarcaciones y las cabañas a otra bahía, menos popular para los extranjeros. Los aldeanos les presionaron a su vez, señalando que ellos habían vivido en esas tierras durante generaciones y que la bahía de Arugam era algo más que un embarcadero: era agua fresca y electricidad, escuelas para sus hijos y compradores para sus capturas. 
Estas tensiones amenazaron con explotar seis meses antes del golpe del tsunami, al producirse un misterioso incendio en la playa a mitad de la noche. Veinticuatro cabañas fueron reducidas a cenizas. Roger me dijo que lo habían perdido todo: pertenencias, redes y cuerdas. Kumari y yo hablamos con muchos de los pescadores de la bahía de Arugam y todos insistían en que el fuego había sido provocado. Culpaban a los propietarios de los hoteles quienes, obviamente, querían las playas para ellos. 
Pero si el fuego fue realmente un intento de ahuyentar a los pescadores, no funcionó; los aldeanos se mostraron dispuestos a quedarse más que nunca, y las personas que perdieron sus cabañas las reconstruyeron rápidamente. 
Cuando se produjo el tsunami, consiguió lo que el fuego no pudo: vació la playa completamente. Cada frágil construcción fue barrida por el agua: cada embarcación, cada cabaña, al igual que cada cabaña y bungalow de los turistas. En una comunidad de sólo 4.000 habitantes, murieron alrededor de 350 personas, la mayoría de ellos personas como Roger, Ivan y Jenita, quienes hacían del mar su medio de vida.4 Todavía bajo los escombros y la carnicería estaba lo que la industria turística había estado buscando durante tanto tiempo: una prístina playa, sin rastro de todos los signos de suciedad de gente trabajando, un paraíso vacacional. Igual a lo largo de toda la costa: una vez que los escombros habían sido retirados, lo que quedaba era… el paraíso. 
Cuando la emergencia remitió y las familias de pescadores regresaron a los lugares donde una vez estuvieron sus casas, fueron recibidos por la policía, que les prohibió reconstruir sus hogares: «nuevas leyes», les dijeron. Nada de casas en la playa; todo tenía que estar, al menos, a doscientos metros atrás de la orilla de la costa. La mayoría habrían aceptado construir más lejos del agua, pero no había terreno disponible allí, lo que dejaba a los pescadores sin un lugar adonde ir. Y la nueva «zona de separación» había sido impuesta no sólo en la bahía de Arugam, sino a lo largo de toda la costa. Las playas estaban fuera de los límites. 
El tsunami mató, aproximadamente, a 35.000 esrilanqueses y desplazó a cerca de un millón. El 80% de las víctimas eran, como Roger, pescadores de pequeña escala. En algunas áreas el porcentaje ascendía al 98%. Con el fin de recibir raciones de comida y subvenciones como ayuda, cientos de miles de personas se desplazaron de las playas a campamentos temporales del interior, muchos de ellos largos y sombríos barracones de chapa cuya absorción del calor era tan insoportable que muchos los abandonaban para dormir fuera. Según pasaba el interminable tiempo, los campos se convirtieron en avenidas de suciedad y enfermedades patrulladas por amenazadores soldados blandiendo sus ametralladoras. 
Oficialmente, el gobierno dijo que la zona de separación era una medida de seguridad supuestamente para prevenir que se repitiera una devastación si se produjera otro tsunami. A primera vista esto tenía sentido, pero existía un problema evidente en su fundamentación lógica: esto no estaba siendo aplicado a la industria del turismo. Por el contrario, se animaba a los hoteleros a que expandiesen sus hoteles frente al mar, donde los pescadores habían vivido y trabajado. Los centros turísticos quedaron completamente exentos de la regulación de la zona de separación, con tal de que clasificaran su construcción como «reparación»; no importa cómo de elaborada o cerca del mar estuviese, estaban libres de cargas y responsabilidades. Los trabajadores martillearon y taladraron a lo largo de toda la playa de la bahía de Arugam. «¿Tienen que tener los turistas miedo al tsunami?», quería saber Roger. 
Para él y sus compañeros, la zona de separación parecía algo más que una excusa del gobierno para hacer lo que llevaba haciendo desde antes de la ola: despejar la playa de pescadores. Las capturas que solían extraer de las aguas, habían sido suficientes para mantener a sus familias, pero no contribuían al crecimiento económico tal como era medido por instituciones como el Banco Mundial, y la tierra donde una vez estuvieron sus cabañas podría ser puesta al servicio de un uso más rentable. Poco antes de mi llegada, un documento llamado «Plan de desarrollo para los recursos de la bahía de Arugam» filtrado por la prensa confirmaba los peores temores de la comunidad de pescadores. El gobierno federal había encargado a un equipo de consultores internacional desarrollar un anteproyecto de reconstrucción de la bahía de Arugam, y este plan fue el resultado. Aunque hubieran sido sólo las propiedades situadas frente a la playa las dañadas por el tsunami, con la mayor parte de la ciudad aún en pie, éste pedía que la bahía de Arugam fuese demolida y reconstruida, y dejase de ser una encantadora ciudad hippie junto al mar para convertirse en una «boutique de destino turístico» de lujo: centros turísticos de cinco estrellas, chalés para turismo ecológico a 300 dólares la noche, un embarcadero para hidroaviones y una pista de aterrizaje para helicópteros. El informe señalaba con entusiasmo que la bahía de Arugam podría servir como modelo para levantar treinta nuevas «zonas turísticas» cercanas, convirtiendo la costa oriental de Sri Lanka previamente destrozada por la guerra en una Riviera en el Sureste asiático.5 
Las víctimas del tsunami -los cientos de familias pescadoras que vivían y trabajaban en la playa- desaparecieron de todas las impresiones de los artistas y de los planos. El informe explicaba que los aldeanos serían trasladados a lugares más apropiados, algunos varios kilómetros más lejos y lejos del océano. Para hacer las cosas aún peor, los 80 millones de dólares del proyecto de renovación iban a ser financiados con el dinero recaudado como ayuda en nombre de las víctimas del tsunami. 
Fueron los rostros de llanto de estas familias de pescadores y otras como éstas en Tailandia e Indonesia las que desencadenaron el histórico flujo de generosidad internacional después del tsunami: sus parientes apilados en las mezquitas, los lamentos de sus madres intentando identificar a un bebé ahogado, sus hijos barridos por el mar. Hasta ahora, para comunidades como la de la bahía de Arugam, la «reconstrucción» significaba nada menos que la destrucción deliberada de su cultura y forma de vida y el robo de su tierra. Como dijo Kumari, el proceso entero de reconstrucción resultaría en «la victimización de las víctimas, la explotación de lo explotado». 
Cuando el plan salió, saltaron chispas de indignación por todo el país, especialmente en la bahía de Arugam. Tan pronto como llegamos a la ciudad, Kumari y yo tropezamos con una muchedumbre de cientos de manifestantes vestidos con una caleidoscópica mezcla de saris, pareos, hijabs y chanclas. Se reunieron en la playa; al principio la marcha pasaría frente a los hoteles, luego por la ciudad vecina de Pottuvil, sede del gobierno local. 
Al pasar delante de los hoteles, un hombre joven con camiseta blanca y megáfono rojo dirigía a los manifestantes en una llamada-respuesta. «¡No queremos… no queremos…!», gritaba, y la muchedumbre respondía: «¡Hoteles para turistas!». Después gritaba: «¡Blancos…!» y la gente gritaba: «¡Fuera!» (Kumari traducía del tamil pidiendo disculpas). Otro hombre joven, con la piel curtida por el sol y el océano, tomó las riendas del megáfono y gritó: «¡Queremos, queremos…!» y las respuestas volaron: «¡Nuestras tierras de nuevo!», «¡nuestros hogares;», «¡un puerto de pesca!», «¡el dinero de ayuda recaudado!». «¡Hambre, hambre!», gritaba, y la gente respondía: «¡Los pescadores se enfrentan al hambre!»: 
Fuera, a las puertas del distrito del gobierno, líderes de la marcha acusaban a sus elegidos representantes de abandono, corrupción, de gastar el dinero de la ayuda destinado a los pescadores en «dotes para sus hijas y joyas para sus mujeres». Hablaron de favores especiales repartidos entre los ceilandeses, de discriminación contra los musulmanes, de los «beneficios de los extranjeros a costa de nuestra miseria». 
Parecía poco probable que sus consignas fueran a tener mucho efecto. En Colombo hablé con el director general del Consejo de Turismo de Sri Lanka, Seenivasagam Kalaiselvam, un burócrata de mediana edad con el mal hábito de citar a su multimillonario país «como si fuera una marca comercial». Le pregunté qué iba a ser de los pescadores en lugares como la bahía de Arugam. Se inclinó hacia atrás en su silla de ratán y explicó: «En el pasado, en el cinturón costero, había muchos establecimientos no autorizados […] construidos al margen del plan de turismo. Con el tsunami, ocurrió algo positivo de cara al turismo y fue que la mayoría de esos establecimientos no autorizados [fueron] afectados por el tsunami, y esas construcciones dejaron de estar allí». Si los pescadores regresasen y pretendieran reconstruir sus establecimientos, «nos veríamos forzados a demolerlos de nuevo […] La playa quedaría limpia», explicó. 
Esto no empezó así. Cuando Kumari llegó a la costa oriental días después del tsunami, aún no había llegado la ayuda oficial. Esto significaba que cada uno era como un trabajador de apoyo de casos de desastre, un médico, un enterrador. Las barreras étnicas que hasta entonces habían dividido la región desaparecieron. «Los musulmanes corrieron hacia el lado tamil para enterrar a los muertos», explicó, «y los tamiles se acercaron a los musulmanes en búsqueda de comida y bebida. La población del interior del país enviaba dos paquetes de comida diariamente a cada casa, lo cual era mucho teniendo en cuenta la pobreza. No se trataba de recuperar nada; era lo que se sentía: "Tengo que apoyar a mi vecino, tenemos que apoyar a nuestras hermanas, hermanos, hijas, madres", sólo eso». 
Transcultural fue también, respecto a la ayuda, el estallido por todo el país. Adolescentes tamiles condujeron sus tractores desde las granjas para ayudar en la búsqueda de cuerpos. Niños cristianos donaron sus uniformes del colegio, que se convertirían en sudarios blancos en los funerales musulmanes, mientras que las mujeres hindúes dieron sus saris blancos. Es como si la invasión de agua salada y escombros fuese tan humildemente poderosa que, además de pulverizar los hogares y doblar las autopistas, se borraran odios intratables, disputas sangrientas y la cuenta de quién había matado a quién. Para Kumari, que había pasado años de frustrante trabajo con grupos pacifistas intentando tender puentes en la división, fue sobrecogedor ver cómo una tragedia tal se topaba con semejante decencia. En lugar de hablar interminablemente de paz, los habitantes de Sri Lanka, en su momento de máxima tensión, la estaban viviendo realmente. 
Parecía también que el país iba a poder contar con el apoyo internacional para su esfuerzo de recuperación. En un principio, la ayuda no provino de los gobiernos, que fueron muy lentos en su respuesta, sino de individuos que habían visto el desastre por televisión: escolares europeos recaudaron fondos vendiendo tartas y recogiendo botellas recicladas, algunos músicos organizaron conciertos llenos de celebridades, grupos religiosos recolectaron ropa, mantas y dinero. Los ciudadanos pidieron a sus gobiernos que combinasen su generosidad con ayuda oficial. En seis meses se recaudaron 13.000 millones de dólares, un récord mundial.6 
En los primeros meses, gran parte del dinero para la reconstrucción llegó a los receptores previstos: ONG y organismos de ayuda llevaron comida y agua de emergencia, tiendas de campaña y refugios temporales; los países ricos enviaron equipos médicos y suministros. Los campamentos fueron construidos como recursos provisionales, para dar cobijo a la gente mientras se construían sus hogares permanentes. Había, ciertamente, suficiente dinero para que se construyeran esos hogares. Pero cuando seis meses más tarde estuve en Sri Lanka, el progreso se había detenido. Apenas había casas permanentes y los campamentos temporales estaban empezando a parecerse cada vez menos a refugios de emergencia y más a tugurios de chabolas consolidados.



A través de la lectura del texto anterior, y la proyección de este Power Point 
Despejando la playase aborda el Estudio de caso de los pescadores de Sri Lanka una vez acaecido el tsunami del 26 de diciembre de 2004, que acabó con la vida de 250000 personas y dejó sin hogar a 2 millones de personas en toda la región.


Actividad: Estudio de caso de la presa de las Tres Gargantas




Lean el material El Lamento de las Tres Gargantas y, en pequeños grupos, confeccionen un nuevo Power Point (utilizando las imágenes que siguen) en el que se ponga de manifiesto la relación sociedad - naturaleza, considerando al agua como un recurso estratégico y bien común, interpretando el rol del estado, de la empresa y de la comunidad.











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